A tres días de partir mis nervios me carcomen, se reflejan en mis terribles náuseas y mis pocas ganas de comer –y sé que no se deben a mis comunes dolores de panza-. Lo oculto a más no poder, aunque siendo tan obvia mi cara confieso que me siento descompuesta, pero que sólo se debe a mis dolores cotidianos.
Sin embargo, el darme cuenta de la causa de mi malestar es lo que realmente me shockea y lo que me produce más nervios aún. La causa es el viaje tan ansiado desde por lo menos cuarto año de la secundaria, cuando empecé a ser más conciente de mi futuro próximo. En ese entonces -y hasta hace instantes- mis pensamientos estaban más en lo que vendría que en el presente. Siempre fui una de las pocas personas de mi curso que tenía muy claro mis deseos de irme a estudiar a otra ciudad, en mi caso era a capital federal, aún antes de que supiera mi futura carrera, con la excusa de tener el mejor título posible. Pero lo que realmente me motivaba era el experimentar vivir sola, el mundo universitario, encontrarme en un ámbito totalmente distinto en prácticamente todos los aspectos posibles, saldría de lo cotidiano y -lo que comenzaba a ser aburrido- de mi ciudad.
Temblando voy metiendo las últimas cosas en mis valijas que están por explotar, ahora tengo el placer de no tener que andar seleccionando y limitándome a lo que tengo que llevar porque metería casi todo mi placard. Procuro agregar algunos recuerdos, algunas cartas y algunos álbumes de fotos. Ahora, pensándolo bien me llevaría muchas cosas más, pero tengo que tener en cuenta que esta va a seguir siendo mi casa y cuando vuelva no me gustaría ver mi cuarto vacío.
A dos horas de salir hacia la Terminal mi nudo constante en la garganta se transforma en un agotador llanto, pero estando en mi cuarto prendo la música para evitar que mis papás se enteren. Se me oprime el pecho, me vuelvo a plantear todos los interrogantes que hasta hace poco me parecían chistosos, pero ahora me parecen casi el fin del mundo: “como no se cocinar ¿voy a tener que comer salchichas siempre? No ando en colectivo ni en Neuquén, ¿allá como voy a hacer? Voy a vivir perdida, no tengo ningún sentido de la orientación ¿Cómo será la convivencia con mi hermana y futura “concubina”?; –hace 5 años que no vivimos juntas, sólo esos pocos días que viene para las vacaciones- ¿Cómo me irá en la facultad? Seguro que no tan bien ¿Cómo serán los porteños?” Sin embargo sé que eso no es el detonador de mi llanto ni lo que más me angustia, por primera vez me doy cuenta de todo lo que estoy dejando atrás: la gran mayoría de mis amistades-pocos se irían a Buenos Aires-, mis amados papas y mi gato Toteno, mi casa de la infancia y adolescencia, mi querida ciudad.
Mi viaje comenzó mucho antes del viaje en sí, puesto que mi cabeza iba y venía de Neuquén (lo que estaba dejando) a Buenos Aires (lo que estaba por empezar). No sólo es un viaje físico hacia otra ciudad, sino también a mi propio interior. Mi reacción inesperada me hizo conocer mucho más de mí misma y de lo mucho que voy a extrañar.
Despido cariñosamente a mi gato, vuelvo a llorar a escondidas; doy una recorrida por toda mi casa, toco mi cama. Se acerca mi vecina –amiga de toda la vida, una de mis mejores - a despedirme, me abraza y estalla en llantos, lo que hace que yo vuelva a llorar desconsoladamente -toda una revelación con semejante muestra de afecto, ya que ambas siempre fuimos poco demostrativas, y más aún teniendo en cuenta que ella se iría el año siguiente también a vivir a Buenos Aires-.
Llegamos a la pequeña Terminal de Cipolletti –me queda más cerca que la de Neuquén- mis papás, mi vecina y yo. La atmósfera agranda mi tristeza, mucha gente se está despidiendo, familias, novios y amigos. Si es un gran abrazo o tan sólo un pequeño beso indica si los otros viajeros se irán por mucho o poco tiempo, creo que hay unos cuantos jóvenes en mi situación. Ya me está esperando mi mejor amiga que por suerte viajará conmigo. A estas alturas no puedo disimular mis ojos y nariz roja. Llegan dos amistades más a despedirme, una de ellas es otra de mis mejores amigas, que me entrega una carta. Mi mamá saca la cámara de fotos y deja intacta esas imágen en la que sonreímos muy falsamente.
Ya es hora de partir, es la hora de la triste despedida, abrazo a uno por uno y lloramos. Todos los pasajeros están arriba del colectivo, incluso mi mejor amiga, pero yo vuelvo a abrazarlos.
Arranca el colectivo, y todos corren hacia la otra punta donde vamos a aparecer nuevamente. Nos despiden fervorosamente con la mano, mi mamá me tira besos. Yo quiero hacer contacto, mirarlos a los ojos a todos. Se va alejando, nos vemos cada vez más pequeños, hasta que es imposible.
Arriba del colectivo mi amiga y yo ya no lloramos más, devuelta parecemos no caer en nada, aunque la falta de apetito demuestra lo contrario. Recibo mensajes de personas que prometieron ir a despedirme y no fueron, sin embargo estoy feliz en mi tristeza, ya que los que fueron me demostraron todo.
Me martirizo recordando las cosas que me quedaron por hacer, como la carta que pensaba escribirles a mis papas demostrándoles lo que no les demuestro cotidianamente.
A quince horas nos espera la Terminal de Retiro. Siempre me gustó sentarme al lado de la ventana para ver los paisajes. Pienso en lo que sería el reencuentro, me origina muchas expectativas, aunque no sé si es bueno, ya que la desilusión sería otra cosa a afrontar. Además no tengo idea cuándo volveré, trataré de visitar antes de las vacaciones de invierno. ¡¿Visitar?! ahora se trasformó en sólo una visita el volver por unos días a mi ciudad natal. ¿Y que sería Buenos Aires ahora? ¿Mi nueva ciudad, o sólo el lugar en el que estudio? Ahora tendré dos casas pero ninguna me pertenece del todo.
Llegamos a la “ciudad de la furia”, a la ciudad del cemento. Sin ser del todo conciente, es el primer día de mi radical cambio, de la nueva etapa de mi vida.